Yo fui por pura curiosidad, y por una curiosidad específica. En Arizona tenemos también un templo de ISKCON (International Society for Krishna Consciousness, popularmente conocidos como los "Hare Krishna"), pero su base consiste en inmigrantes de la India, es decir hindues de nacimiento, y la pequeña población de convertidos que tenemos es muy marginal. Pero acá, gente de la India no hay para nada (en un mes recorriendo todo Buenos Aires, una capital supuestamente cosmopólita, ni siquiera me he chocado con uno), lo cual significa que son todos convertidos y lo cual me hizo preguntar: ¿por qué estos argentinos quieren hacerse hindues, rechazar su propia cultura para adoptar la nuestra? Y además: si son todos convertidos, ¿cómo sabemos que no lo hacen todo mal y equivocado, que no distorsionan el hinduismo?
Así, sospechoso y curioso, pasé por la pared del templo. Primero, me encontré en una plaza. En frente había un edificio bastante alto, de alrededor de tres pisos, y a la izquierda había otro de un piso, con un subsuelo también.
De las escaleras del subsuelo estaba saliendo un monje, llevando un dhoti y con la cabeza calva salvo un mechón al fondo. Me saludó con "Hare Krishna!" y me llamó "Prabhu," y después de darle el recíproco saludo, le pedí que me mostrara el templo.
Resulta que no había mucho para ver, pero en lo que había me fijé intensamente, siempre juzgando en el fondo de mi mente. La primera sorpresa fue ver saliendo del alto edificio a tres o cuatro mujeres y a algunas jóvenes, todas llevando salvar-kamiz. Adentro había un tipo de guardería, con unos cinco chicos y algunas jóvenes y mujeres cuidándolos. En la televisión se había puesto una película ilustrada de la Ramáyana (acá se prenuncia como Ramayana) y en frente de estantes llenos de muñecas hindues decorativas los chicos y las cuidadores se entretenían con juguetes.
A lo largo de la gira, mientras el monje me iba mostrando lo demás del tempo, todo se volvía en un torbellino de "rica comida vegetariana," cuadros de Radha-Krishna, harmonium al lado del altar, y más y más gente en ropa hindú, todos llamándome "Prabhu" y platicando en español (una lengua que ni siquiera se conoce en la India)—y mientras yo estaba mudo, pretendiendo comprender porque es posible encontrar este simulacro de la India acá en la Argentina.
"Mirá, mirá," dijo una de las jóvenes de la guardaría, sonriendo, vestida de una salvar-kamiz rosada, con un niño con ojos rojos en sus brazos. "Él se puso a llorar por la Ramayana, se asustó de Rama. Ja ja ja ja..."
Una de mis grandes interrogantes fue como mi guía, argentino de sangre criollo y católico, llegó a dedicarse a esta vida totalmente ajena. Verle en el lugar donde estaba significa que no sólo rechazó el mundo católico que lo habría rodeado, sino también que había desarrollado fé y convicción en una religión acá totalmente desconocida, pagána, de miles de dioses de miles de manos, con rituales extraños y costumbres absurdas—sin mencionar el tener que dejar de comer todo tipo de carne! No lo podía creer.
Así, como una especie de antropólogo mezclado con psicólogo, me empeñé en entender a este monje a lo largo de la gira, como si estuviera estudiando la biología de un insecto. Instictívamente, me daba vergüenza esta actitúd, pero no al punto de que me parara en insinuarle preguntas que le hicieran confesar su historia. Pretendiendo disimular mis intenciones, le preguntaba, balbuciendo e incómodo, cómo es que llegó a ser monje, por qué dejó el mundo argentino atrás, pero nunca logré una respuesta satisfactoria. Contestaba en oraciones directas y breves y sobre temas que son típicos de convertidos (por ejemplo, algo como "Acá encontré las respuestas que quería") pero sus respuestas no me satisfacieron.
De hecho, al contrario de lo que esperaba, la conversación volvió a enfocarse en mí. Él me preguntó si yo tenía un guru, si leí la Bhagavad Gita, si yo practicaba sinceramente mi religión. Él se hizo el investigador y yo el sujeto, y yo acabé defendiéndome mientras le tocó a él explorar mi identidad. Me recitó frases de la Bhagavad Gita (a lo cual respondía cansadamente que sí conocía, y sabía lo que querían decir) y me regañó por no ser constante en mi práctica.
Esta inversión de papeles me reveló la arrogancia que tenía en creerme juez de los hindues del mundo. En primer lugar, si yo creyera (como pensé que creía) que la filosofía del hinduismo habla de la Verdad, y que trasciende la nacionalidad y la raza y el tiempo, no me debería sorprender que les atraiga a algunos argentinos, tal como me atrajo a mí. Asimismo, si entendiera la Bhagavad Gita (como pensé que entendía), recordaría que dice que no importa la manera en que rezas sino la devoción y la pureza que uno tiene.
No es nuestra prerrogativa elegir donde nacemos, pero sí tenemos el derecho de dirigir nuestra vida. Aunque todavía no me caen bien todas las prácticas de los Hare Krishna, no me debe importar si nacieron hindues o no. Nosotros todos buscamos respuestas, de una manera u otra.