Este es un cuento corto que escribí para mi clase de literatura. Sugerencias o cualquier feedback de forma constructiva son muy bienvenidos.
Es frustrante cuanto los padres desconocen del mundo. Les tienes que explicar todo, y aún entonces no te creen. Cada noche, cuando me apagaban las luces, les explicaba, más racionalmente como podía, la situación:
—Cuando me cierres la puerta van a salir monstruos, y me van a querer comer.
—No seas ridículo.
—Mamá
—Tu madre tiene razón. Eres perfectamente seguro.
—Papá
—Se acabó el asunto. Duerme bien, mañana tienes escuela.
Así, con un suspiro, mientras cerraban la puerta, yo ponía mente de guerrero. Mi cama quedaba justo en el centro del cuarto, como una fortaleza en una península rodeada en tres lados por la oscuridad. Normalmente les tomaba un minuto o dos para darse cuenta de que me tenían a solas; y cuando se dieran cuenta, salían. Del armario, del estante, de la alfombra, se veían dientes brillantes y ojos rojos y amarillos saliendo de las sombras—las únicas cosas, además de un frío visceral, que delataban una presencia ajena.
Debajo de mi almohada siempre tenía guardada una espada de plástico. Era justo lo que necesitaba porque el plástico mata a los monstruos. Al verla, reflejando la luz de la luna y de sus ojos, se quedaban en sus rincones. Porque los monstruos, aun por ser monstruos, no son brutos.
Este era el tema cuando tenía ocho años, pero no siempre era tan fácil. La primera vez que vi los dientes y los ojos era también la primera vez que pasé la noche en mi propio cuarto, y lloré y grité de tanto miedo que tuvieron que volver mis padres. Cuando abrieron la puerta, por supuesto desaparecieron los monstruos, porque son monstruos y no ladrones, y así se estableció mi locura.1
Justo cuando cerraron la puerta otra vez, los monstruos volvieron a salir. Salían y empezaban a cercarme, con tanta hambre, dejando una senda de baba. En vano me hundí en las sábanas y me hubieran comido, porque estaban casi encima, si no fuera que por mis gritos mis padres volvieron y abrieron la puerta y permitieron que pasara la noche con ellos.2
Se les había recomendado a mis padres que instalaran un night light en mi cuarto, pero como con todo el tema de los monstruos, éste tampoco pude explicar. Les dije que por ser la luz del enchufe y no la de la llave de luz, los monstruos saldrían igual. Mi padre me respondió diciendo que no iba a volver, no importa cuánto gritara, y yo sabía que seguramente cumpliría.3 Ignorando mis protestas, mis padres se fueron.
Algunos son valientes naturalmente, pero para la mayoría, como yo, son valientes porque las circunstancias nos obligan. Yo no estaba dispuesto a morir: todavía tenía mucho para lograr. Por ejemplo, estaba justo en el medio de construir la torre de Lego más alta y más impresionante del mundo, y me gustaba mucho jugar con mis amigos o leer libros. Por todo esto tomé coraje:
— ¡Yo sé que están y yo no les tengo miedo!
Mi ropa estaba empapada de sudor y mi corazón me ahogaba en la garganta.
— ¡Vengan, yo no les tengo miedo!
Me puse de pie en mi cama, pensando frenéticamente. Mis ojos recorrieron el cuarto. Empezaron a cercarme.
— ¡Mamá! ¡Papá!
De lejos: “¡Cállate!”
Corrí para la puerta pero una mano me agarró la pierna y me caí. Luchando con la mano, giré para liberarme, pero en la oscuridad sólo vi los dientes y los ojos, redondos como los de una araña, clavándome con su mirada penetrante. Intenté pegarle a la mano que me agarraba pero no la podía encontrar. Parecía de sombra, de la misma noche, una parte de la densidad opresiva de la oscuridad. Yo golpeaba, daba patadas en todas direcciones, pero no daba con nada—y de repente un dolor tremendo en el costado, ya sólo vi la mitad de los dientes, y en la luz de la luna se veía que a la plata tradicional se sumaba un brochazo de rojo vivo, y los ojos rojos y amarillos corriendo, corriendo por mi cuerpo, y yo golpeando y sollozando.
Me desperté en el suelo, a metros de la puerta, con un dolor atroz en el costado y la fuerza chupada de todos mis músculos. Todo el resto del día quedé como un somnámbulo. En la escuela sólo oía el ruido de los dientes rechinando y entre mis Legos sólo veía los ojos, mirándome. Intenté salir de allí, pero mis padres no me hicieron caso. Era mi suerte que ellos creyeran en el amor duro.
Pasé la noche siguiente como un cordero sacrificial.4 Y la noche siguiente y la noche siguiente. Cada vez que me despertaba a la mañana me sentía más y más débil. Creo que me hubiera muerto si no hubiera descubierto la espada. Fue por pura casualidad. Estaba luchando, como siempre, porque aunque ya sabía qué era mi destino, como el fin de una obra teatral que un actor vuelve a repetir todas las noches, mi fuerza vital no me permitía que me vencieran sin una lucha. Así, una noche mi mano se encontró con la espada de plástico, que me había regalado mi abuelo de la feria, y tan pronto como di mi primera cuchillada sentí que me soltaban y oí un viento mientras todos los dientes y ojos se huían para los rincones. Allí quedaron, aún con hambre, pero ya con miedo también.
Nunca me había sentido mejor.
Ya tengo mi rutina y los monstruos la suya. Me imagino que esto va a continuar hasta que yo me pudra también, y me olvide de todo, y me haga un adulto como mi padre, 5 quien estará preguntándose como es que su hijo resultó ser uno de los más cobardes que ha visto en toda la vida.
1 No me gustan los psicólogos.
2 Una de las grandes injusticias del mundo es que los monstruos tienen una predilección para el sabor de niños y no de adultos. Supuestamente, los adultos saben a podrido.
3 Mi padre siempre cumplía, aun si le llevara a la muerte. Era una locura que heredó de su propio padre. Siempre me decía: “No cumplir es peor que morir.”
4 Por supuesto, los monstruos, como los humanos, tienen hambre todas las noches.
5 El destino fatal, se dice.
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